Hace 20.000 años el
hombre primitivo soplaba
las flautas pacientemente
preparadas con cañas, troncos,
huesos de animales o de barro,
y todo lo experimentaba para
armonizar con sus semejantes
y en el siglo X, la iglesia Católica,
aprueba el uso del órgano en
la liturgia.
¿Será la música, un Dios Secreto,
que nos habla, a través de sus melodías?
Violín en mano, desafinando mucho pero emocionándose más. Albert Einstein trataba de arrancar a las cuerdas de su instrumento alguna plácida melodía; momentos antes, había dado un paso adelante hacia el descubrimiento de nuevas leyes que rigen el universo.
Nerón, 20 siglos antes, destruía Roma al compás de una pastoral brotada de su arpa. Dos caras de una misma moneda: la contradicción humana. Pero ¿quién juzgaría que los sentimientos del sabio y del pirómano no eran puros?
Al menos, en el momento de hacer música. Entre estos dos extremos, el arte. Nadie se atreve a confirmar con exactitud su origen; el sentido del ritmo es innato en el hombre, la síncopa y las variaciones melódicas alternan quizá como consecuencia de lo primero.
No se puede estar seguro de sí mismo cuando los compases de una canción, de una tonada o una sinfonía comienzan: la música nos desarraiga de un sitio y nos planta en otro. Unos dicen que es placer colectivo, otros que es un sentimiento individual.
Une a los pueblos, afirman algunos; diferencia a cada nación, reclaman los folcloristas. Así es ella. Y la gente la quiere de manera diversa: barroca, clásica, ligera, romántica o rockera. Pero la quiere, le gusta. A lo largo de su historia despertó heroísmos, agudizó genialidades o templó los ánimos.
Bach, el mayor de los compositores, vivió ciego los últimos años de su vida; Beethoven soportó soledad y sordera en la cumbre de su gloria; Schumann se volvió loco mientras dirigía su obra máxima. Pero ninguno de ellos dejó impresa su agonía; antes bien, dieron lección de vida. Tras sus sombras viven los eternos anónimos del pentagrama y los virtuosos solistas.
Eso es: una contradicción. Pero, también, el mayor regalo que recibe "el alma", beatifica o maligna, cuando oyendo, se oye a sí mismo y se juzga. Aunque no lo sepamos, ¿será la buena música un Dios secreto?
Fuente: Suplemento La Razón.
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