viernes, 30 de agosto de 2013

EL VALOR DE DECIR LA VERDAD

Cierto profesor había fundado
un colegio particular, siendo él
mismo director de dicho establecimiento.
A sus alumnos les enseñó que siempre
debían decir la verdad y que si 
cometían faltas en comportamiento,
el día sábado era el ideal para
enmendar aquello.

                                                                  


          Ocurrió una vez que un alumno de no más de once años, ni muy bueno ni muy malo, insultó a su maestro con palabrotas fuera de lugar. Entonces el maestro anotó la falta grave para resolverlo el sábado. En los siguientes días de la semana, sea por compañerismo o por antipatía al maestro, se acordaron los demás alumnos en negar que hubiera dicho lo que le atribuía y le convencieron de que debía negar y citarlos como testigos.
          Así quedó convencido y el director lo sabía ya, con la pena que le causaba la mentira, cuando el sábado, después de la oración y de una exhortación a la sinceridad y a los propósitos de enmienda, comenzaron los juicios, y llamó al alumno. Formuló la acusación interrogativamente.
          -¿Es cierto que el día tal respondiste al maestro, señor Cook, con la grosería que aquí está escrito?- Y entregó la nota al niño para que la leyera.
          De todos lados hacían señas a este último los falsos testigos, a quienes el director fingía no ver. El chico leyó la nota; advirtió todas las señas de los compañeros; hubo una rápida deliberación en su mente; miró los ojos del director que esperaban la respuesta negativa, y declaró con entereza:
          - Sí, señor, lo he dicho.
          - ¿ Y por qué lo dijiste?
          - Por impaciencia, cuando el señor Cook me amonestaba porque estaba muy mal hecho mi deber.
          Decía siempre el director del colegio, cuánta emoción le había causado aquella valentía moral del niño, muy superior a todas las guapezas de los que se muestran dispuestos a pelear en cualquier momento. Y dirigiéndose a el alumno , dicha la pena que se merecía, se la redujo a otra menor en mérito de su conducta de aquel momento.
          El niño quería decir algo, y el director lo comprendió y le interrogó: - voy a cumplir mi penitencia (dijo el niño); pero pido que el señor Cook me disculpe la ofensa que le hice ...
          El maestro, que estaba presente, tuvo a su vez el sentimiento de su deber de aquel instante, y con vivas muestras de satisfacción, dijo con muy mala pronunciación castellana:
- No solamente yo perdona la ofensa; pero pide también al señor Director el perdón del castigo.
          - Bien - dijo el Director-, basta como pena el haber sido acusado, y el haber tenido que arrepentirse. Estás perdonado.
          Y en el aula resonó un largo aplauso, bajo la sonrisa plácida del Director que miraba por encima de sus anteojos.


Fuente: Rodolfo Rivarola de su libro "Fernando en el colegio", jurisconsulto, profesor y publicista argentino. ( 1857 - 1942)
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