viernes, 16 de agosto de 2013

POR QUÉ HABLAMOS EN CASTELLANO

Enigma para antropólogos,
lingüistas y milongueros.
Si los bárbaros no
hubiesen destruido el
Imperio Romano,
¿Carlos Gardel habría 
cantado en latín?
Se lo imagina " Mi Buenos 
Aires, querido ..." ??


                                                                     


          Llega el momento en que un idioma, por majestuoso y antiguo que haya sido, deja de servir para comunicar novedades. ¿Cómo decir en latín, por ejemplo: "El avión de chorro que cruzó la barrera de sonido tenía el fuselaje obsoleto porque el crácking (agrietamiento) catalítico no había sido suficientemente chequeado"?
          Pues bien: eso no ocurre sólo desde hace algunos años. En el siglo IX, el latín apenas funcionaba como lengua escrita para uso de poetas ya poco creadores y magistrados judiciales. En toda la extensión de lo que fue el Imperio Romano el sencillo pueblo se expresaba mediante hablas vulgares que , si bien conservaban mucho de la raíz latina, hubiesen sonado a chino a los contemporáneos de Julio César.
          Los bárbaros -así llamaron los romanos a quienes no hablaban latín- destruyeron la estructura imperial y, simultáneamente, mestizaron la lengua clásica con sus aportes. En España, primero poblada por los primitivos íberos, luego colonizada por Roma y más tarde invadida por los árabes, el crisol de donde surgió el actual castellano hervía magníficamente: todo el mundo echaba en él alguna palabra o modificaba las ya existentes.
          En el siglo VI, quien supiera escribir dudaba todavía entre santiguar y sanctificare: el latín estaba momificado y el castellano parecía demasiado verde. Como el idioma no lo  crean los eruditos, simples coleccionistas de cosas ya hechas, sino la verdulera, el soldado, el saltimbanqui de feria, el colonizador extranjero llegado de tierras remotas, la lengua vulgar se desarrolló sin ley ni límites.
          Llegó a llamarse castellano porque Castilla, reino central, dominó políticamente a los demás de la península: de otro modo pudo haber prevalecido el gallego o el catalán, también romances. El latín quedó reducido a las bibliotecas y monasterios, pero en el año 813, un concilio de la Iglesia Católica, el de Tours, resolvió que el habla popular era el mejor vehículo para transmitir la doctrina, algo semejante hizo, en nuestro tiempo, el Concilio Ecuménico II.
          En los años en que el castellano se independizaba del latín como un niño que no solamente ha salido del vientre de la madre, sino que ya caminaba sólo, no faltaron los doctos que se escandalizaban ante lo que consideraron mera podredumbre de la lengua clásica: una especie de hongo crecido a la sombra del tronco latino.
          Pero éste, por venerable que haya sido, estaba reseco y tambaleante, mientras que las nuevas lenguas romances eran usadas por el hombre con la misma naturalidad con que se ponía la camisa o los zapatos. La enseñanza de las lenguas muertas sigue siendo imprescindible en toda formación humanista, pero siempre será una ojeada, algo melancólica, al pasado. Porque el lenguaje es fundamentalmente vida. El castellano continúa experimentando cambios que lo enriquecen o no, como es el "nuevo lenguaje de los mensajes de texto", en donde se abrevia por ejemplo decir: -quiero- y lo escriben "kiero" con K o "qro" con Q (¿?).
El día en que no entre en él una palabra más, correrá la misma suerte que el latín. ¡Chau latín!



Fuente: Ricardo R. Peralta. Suplemento La Razón.
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