El médico de Don José de San Martín,
aconsejó a la hija del general,
que trajera a su lado, una hermana
de la caridad, a fin de ahorrar a su
hija, las fatigas ya tan prolongadas
de sus cuidados, y a fin de que
el mismo enfermo, tuviera más
libertad cuando pudiera necesitar algo.
Pero Mercedes, no quería dejar de
acompañar a su padre, en las últimas
horas de su agonía.
París, 29 de agosto de 1850... Señor... Cumplo hoy con el doloroso deber de comunicar la más triste noticia que pueda transmitirse a las Repúblicas de la América del Sur: la muerte del general don José de San Martín.
En la noche del 17 de agosto, salí para el puerto de Boulogne, acompañado por un compatriota, con el objeto de visitar al ilustre enfermo, cuya salud se hallaba en estado alarmante, como anuncié a ustedes el mes pasado. En la mañana del siguiente día supimos la noticia de su muerte acaecida el mismo día de nuestra partida.
Don Mariano Balcarce, esposo de la noble hija del General, nos refirió con el corazón destrozado por el dolor y bañados los ojos en lágrimas, sus últimos momentos. El 17, el General se levantó sereno y con las fuerzas suficientes para pasar a las habitaciones de su hija, donde pidió que le leyeran los diarios, pues el estado de su vista no le permitía desde hacía mucho tiempo leer por sí mismo. Nada anunciaba en sus palabras ni en su semblante el próximo fin de su existencia.
El señor Balcarce salió en la mañana de ese mismo día a hacer esa diligencia, acompañado por don Javier Rosales, a quien comunicó las esperanzas que abrigaba en el restablecimiento del General, y su proyecto de hacerle viajar; tan lejos estaba de prever la desgracia que le amenazaba, y tanta confianza le inspiraba el estado de su padre en ese día y los anteriores. El señor Rosales procuró disipar esas ilusiones que podían hacer más sensible un golpe, que él consideraba dado por hecho, y sus tristes predicciones.
Después de las dos de la tarde, el general San Martín se vio atacado por sus agudos dolores de estómago. El doctorJordán, su médico, y sus hijos estaban a su lado. El primero no se alarmó y dijo que aquel ataque pasaría como los precedentes. En efecto, los dolores calmaron, pero repentinamente el General, que había pasado al lecho de su hija, hizo un movimiento convulsivo, indicando al señor Balcarce con palabras entrecortadas que la alejara y expiró casi sin agonía. Es más fácil comprender que explicar la aflicción de sus hijos en presencia de esa muerte tan súbita como inesperada.
Algunos días antes, el General se sintió atormentado en la noche por sus dolores, tomó una dosis de opio mayor que la prescripta para calmarlos, y en la mañana siguiente amaneció moribundo. Las aplicaciones de sinapismos lograron reanimarlo, pero vino luego una reacción con fiebre violenta, que entiendo ha influido en su muerte imprevista, a pesar de las engañosas apariencias de mejoría que se notaron en los cuatro últimos días.
En la mañana del 18 tuve la dolorosa satisfacción de contemplar los restos inanimados de este hombre, cuya vida está escrita en páginas tan brillantes de la historia americana. Su rostro conservaba los rasgos pronunciados de su carácter severo y respetable. Un crucifijo estaba colocado sobre su pecho; otro en una mesa, entre dos velas que ardían al lado del lecho de muerte. Dos hermanas de caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel cadáver.
Bajé enseguida a una pieza inferior, dominado por los sentimientos religiosos que se levantan en el corazón del hombre más incrédulo al aspecto de la muerte. Un reloj de cuadro negro, colgado en la pared, marcaba las horas con su sonido lúgubre, como el de las campanas de la agonía, y este reloj se paró aquella noche en las tres, hora en que había expirado el general San Martín.
¡ Singular coincidencia! El reloj de bolsillo del mismo General, se detuvo en aquella última hora de su existencia.
FÉLIX FRÍAS
Fuente: Juana Caso de Sedano Acosta.
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