La Europa de entre los siglos XI
y XIII atravesaba un periodo de
transición.
Ya no era un conjunto de tribus
como antaño, pero todavía faltaba
mucho para que se formaran
los Estados modernos.
De los antepasados celtas y germanos se conservaba un código de honor bajo la forma del vasallaje, por el que los nobles debían fidelidad al rey. Pero ésta no iba mucho más allá de los papeles: el verdadero poder lo tenían los duques y condes, grandes dueños de tierras, arcas y ejércitos. El rey de Francia, por ejemplo, tenía por vasallo al rey de Inglaterra, pues éste era conde de Anjou y duque de Normandía ...¿ Quién era, entonces, más poderoso?...
En esa sociedad ocurrían cosas que hoy nos parecerían curiosas: para no dividir las tierras en sucesivas herencias, generalmente los nobles sólo casaban a sus primogénitos y condenaban a la soltería al resto, que debía dedicarse al clero o a las armas. Los matrimonios, por lo tanto, tenían un valor importantísimo porque traían la posibilidad de sumar territorios ( de hecho, los Estados modernos se debieron tanto a las guerras como a los casamientos).
Por esa época, algunos de los grandes señores eran cristianos de palabra más que por convicción. Del primer trovador, Guillermo IX de Poitiers (duque de Aquitania), dicen que maltrató terriblemente a sus dos esposas cuando éstas se convirtieron, aunque llegó a hacer las paces con la Iglesia antes de morir e incluso fue cruzado.
La nieta de Guillermo, Leonor, era un bocado apetecible: es decir, lo eran sus tierras, pues había heredado la Aquitania y quien se casara con ella las manejaría. A los quince años la casaron con Luis VII de Francia, quien originalmente estaba destinado al monasterio, pero pudo cambiarlo por el trono cuando murió su hermano mayor.
Fuente: AmandaPaltrinieri / para revista Nueva.
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