lunes, 24 de junio de 2013

UN REY AMANTE DE LOS POBRES

No hay en la historia de España
héroe más digno de alabanza que
Fernando III, elevado al trono de
Castilla y León en 1217.
Este monarca, que tanto trabajó por
acrecentar la riqueza y prestigio de 
su reino, y gracias a cuya energía y
habilidad empezaron los cristianos a
arrojar a los moros del occidente de Europa,
en donde se habían hecho fuertes durante
muchos años, fue un hombre enteramente
superior a su siglo.

                                                                           



          Pero en nada demostró tanto sus grandes talentos y virtudes como en la guerra. En vez de entrar arrebatando con todo, en las ciudades que conquistaba, permitía a los vencidos retirarse con cuantos bienes podían llevarse consigo. Claro está que alguna vez hizo prisioneros; y por cierto que cuando conquistó la ciudad de Córdoba (España), capital del poderío mahometano en España, viendo que la mezquita se habían empleado a modo de lámparas las campanas de una iglesia cristiana, mandó que, en hombros de prisioneros musulmanes, fuesen trasladadas al lugar de su origen, de igual manera que habían sido conducidas a la mezquita por prisioneros cristianos.
          Como la mayoría de los grandes hombres que se han distinguido por su rectitud y bondad, Fernando debió gran parte de sus bellas cualidades a su madre, la reina Berenguela, de quien se ha escrito que era una de esas privilegiadas criaturas que parecen haber nacido para practicar el bien y mueren después de haber cumplido su misión. Desde la juventud de Fernando ejerció la madre gran influencia sobre el hijo, consiguiendo así hacerle afable y piadoso, a pesar de las malas circunstancias que le rodeaban. En cuanto a esta princesa, jamás hallamos unido su nombre sino a empresas buenas y dignas, y esto en una edad en que no se veía por todas partes más que la violencia, la injuria y la rapiña.
          No fueron solamente las proezas militares de Fernando las que le conquistaron el afecto que su pueblo le tenía y aún la admiración de sus propios enemigos , sino principalmente su justicia y su amor a la verdad. Respetaba ciertamente los derechos de los ricos, pero jamás llegó a permitir que se infiriese la menor violencia a las personas de los pobres. 
          Nunca quiso luchar contra ningún príncipe cristiano, sino únicamente contra los moros, porque creía que éste era un deber sagrado impuesto a todo príncipe que profesara la religión de Cristo. Muchas fueron las ocasiones en que demostró gran amor a su pueblo. Nunca se dio por satisfecho, dirigiendo desde su trono y por medio de intermediarios, lo que creyó podía hacer él personalmente; por esto, imponiéndose como una práctica religiosa atender por sí mismo a las necesidades de sus súbditos pobres, el rey vestido con los atavíos reales, servía a los mendigos, quienes en semejantes ocasiones celebraban un festín a expensas de su amado monarca.
          Hoy en día, hecho semejante sería digno de gran elogio; pero si se tiene presente la crueldad, barbarie y egoísmo de la época en que vivía. Fernando III, tal acción era extraordinariamente meritoria. Y al mismo tiempo, aquí tenemos un vibrante ejemplo de cómo puede llegar un hombre a ser verdadero héroe, sin entrar para nada en la esfera de la guerra.
          Por su amor a cuantos le rodeaban, merecía Fernando III el dictado de santo, pero la iglesia al concedérselo, como efectivamente se le concedió, atendió no tanto a los actos de caridad de este simpático rey, cuanto a su austera vida religiosa y a sus constantes esfuerzos por convertir a la religión cristiana a los adeptos de Mahoma.


Fuente: Enciclopedia del conocimiento.
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