El arte de vivir consiste
en saber cuándo debemos aferrarnos
a lo que amamos, y cuándo separarnos
de ello.
La vida es una paradoja: nos exige apegarnos
a sus múltiples dones, pero más tarde o más
temprano nos fuerza a abandonarlos...
Antiguamente, los rabinos expresaban este principio así: " El hombre llega al mundo con el puño cerrado, pero al morir, su mano está abierta...". Ciertamente, debemos aferrarnos a la vida, porque es maravillosa, de una belleza que rezuma por los poros de la tierra que Dios creó.
Todos lo sabemos, pero solemos reconocerlo sólo cuando volvemos la vista atrás para recordar algo que fue, y entonces advertir, de repente, que ya no existe. Recordamos una belleza que se marchitó, o un amor que murió. Y lo que más nos duele es que no vimos esa belleza cuando florecía, y no respondimos con amor al amor que un día se nos ofrendaba.
Cada amanecer es motivo de devoción, y cada hora es digna de nuestra total entrega: hay que atesorar un minuto tras otro. Aferrémonos a la vida, pero no tanto que luego no podamos desprendernos de ella. Esta es la otra cara de la moneda, la antítesis de la máxima anterior: debemos aceptar nuestras derrotas, y aprender a renunciar a las cosas.
Asimilar esta lección no es fácil, y mucho menos cuando somos jóvenes y creemos que el mundo es nuestro, que nos corresponde dominarlo, que cuando deseemos apasionadamente puede pertenecernos... ¡ y no pertenecernos!. Sin embargo, la vida inexorable nos confronta con la realidad, y lenta, pero irremediablemente, se nos va revelando esta segunda verdad.
En cada etapa de la vida sufrimos reveses... y así vamos madurando. No comenzamos nuestra vida independientemente sino hasta que emergemos del seno materno, y por lo tanto abandonamos aquel "abrigo" maternal. Pasamos de varias escuelas, luego dejamos a nuestros padres y nos alejamos del hogar de nuestra niñez. Nos casamos, tenemos hijos, y al cabo, debemos dejarlos partir.
Afrontamos la muerte de nuestros padres y cónyuges, y la decadencia más o menos gradual de nuestras fuerzas. Finalmente, como lo sugiere el símil de la mano cerrada y abierta, tenemos que aceptar nuestra inevitable partida, y la extinción de todo lo que somos, fuimos o solíamos ser.
Fuente: Alexander Schindler, para revista Selecciones del Reader´s Digest.
*********************************************************************************
No hay comentarios:
Publicar un comentario