terminan en tristes desengaños.
Esto es lo que nos ocurre muy a
menudo con ciertas personas sobre
las que gestamos toda una alquimia
de deseos y esperanzas, para que día
a día se vayan derrumbando como
un castillo de naipes...
Todo ello nos demuestra que a veces, lo que falla no son las apariencias, sino las propias expectativas. Es muy posible que más de uno se diga aquello de que mantener unas altas expectativas en la vida es algo necesario, es un motivador, lugares arriesgados donde queda depositada la confianza en uno mismo y la sensación de que nos merecemos siempre lo mejor.
De hecho, se sabe que a la hora de enfrentarnos a una determinada tarea las expectativas altas generan una actividad cerebral mayor y que incluso amplían nuestra gama de repuestas. Ahora bien, el auténtico problema no está en la motivación que nos generan, sino en la atribución, que hacemos sobre ellas y en la pericia con la que maquillamos el riesgo que en el fondo entrañan.
Lo creamos o no, gran parte de la población sitúa su nivel de expectativas muy por encima de la propia realidad. Es una práctica muy común, tanto que quien más y quien menos, conoce a la típica persona que vive, eternamente decepcionada porque los demás no se ajustan a la inalcanzable cumbre de sus expectativas.
Vivir en el solitario escalafón del deseo de una existencia perfecta, de una relación afectiva ideal y de un concepto de la amistad, devoto y abnegado, lo único que genera es desconsuelo. Es caer en la eterna trampa del "yo merezco lo mejor" sin saber que lo mejor no es necesariamente "lo perfecto o lo ideal", sino aquello por lo que merece trabajar cada día en común para conseguir una felicidad real, sincera y satisfactoria.
Fuente: lamenteesmaravillosa.com
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